Primero fue el miedo. A Dean Potter (1972-2015) alguien le explicó
que escalando podría llegar a caerse, a matarse incluso. Esa posibilidad
le produjo pesadillas en su juventud, una intromisión que juzgó
inaceptable. Por eso se rebeló e incluyó el riesgo en su rutina, como
una forma de vida brutalmente interrumpida el domingo. Fue durante un
salto base con traje de alas, en Yosemite
(EEUU), en el parque donde nació y creció la leyenda de un escalador
superlativo. Primero llegaron las imágenes tremendas de sus rutas
escaladas sin cuerda, luego sus ejercicios de funambulismo donde caminar
sobre una cinta suspendida del vacío sin estar atado a ella sacudió
incluso los nervios de los más serenos. Finalmente, o mezclado con todo
lo anterior, Dean Potter elevó el efímero arte del salto base hasta
crear una corriente que sólo él pudo seguir: el freebase. En
2008 escaló una vía de roca en la cara norte del Eiger, un trazado
técnico y extremadamente difícil, sin cuerda pero con un paracaídas de
tres kilogramos de peso especialmente diseñado a su antojo. No tuvo que
abrirlo para frenar una caída, pero al alcanzar la cima indemne señaló
un nuevo camino a explorar por las generaciones futuras de escaladores.
El miedo siempre fue su compañía, pero dejó de ser una sombra paralizante.
Dean Potter era una persona inclasificable, alguien que había
trascendido la condición de escalador hasta convertirse en un cazador de
libertad obsesionado con la idea de volar, de fundirse con el aire.
Durante años vivió en su coche, en una furgoneta en el mejor de los
casos, hasta que se instaló en el valle de Yosemite, desde donde se
exportó a todo el planeta el gusto por saltar desde lo alto de una
pared. Más allá del dominio técnico de una especialidad, sea la
escalada, el salto base o el funambulismo, lo que hizo de Dean Potter un
ser especial fue su capacidad de trascender el miedo para incorporar a
su vida situaciones de riesgo inconcebibles. Buscaba la pureza, la
comunión con el medio natural, la ligereza y la velocidad. Buscaba
sacudir la conciencia de una sociedad que ha dado la espalda a la
aventura, que ha abrazado el conservadurismo y ha dado la espalda a la
posibilidad de comulgar con la naturaleza. Reunido con sus amigos, podía
irradiar luminosidad o perderse en el silencio y desaparecer. Solía
decir que podía dominar su miedo pero no el de un compañero o el de
alguien que le acompañase. Que ese miedo ajeno le resultaba permeable,
fatal, bloqueándole. Desde muy pequeño, Dean Potter soñó con volar y lo
había conseguido: en 2009 realizó un salto con su traje de alas que le
mantuvo casi tres minutos flotando en el aire antes de abrir el
paracaídas. Un récord. Ahora buscaba cerrar el círculo aterrizando sin
llegar a abrir el paracaídas, modificando el diseño de su traje. Para
alguien acostumbrado a la etiqueta de ‘pionero’, el reto, por
descabellado, parecía a su alcance. Potter no era alguien con el don
para cerrar el interruptor del miedo: todas sus proezas fueron fruto de
análisis técnicos puntillosos y de un trabajo enorme de introspección y
concentración. Durante su aprendizaje como saltador, sufrió un accidente
del que le salvó un milagro: físicamente indemne, estuvo
psicológicamente bloqueado durante dos años en los que cuestionó su
motivación hasta que encontró la manera de volver a ser él mismo. Se le
admiraba por ello.
Uno de los que compartió casa con Potter en Yosemite, y compañero de
saltos, Ivo Ninov, describe de forma lacónica la vida de los saltadores:
“Si no nos matamos durante el aprendizaje, si sobrevivimos a algún
accidente, veremos morir a nuestros amigos … hasta que nos llegue el
turno”
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