Chile gritó por todo lo alto que es campeón de la Copa América, que por primera vez en su historia es el mejor equipo del continente, en el que se fijan todos, el que estremece por lo que siente y por lo que contagia. Los penaltis le concedieron ese beneficio inédito hasta ahora que rubrica a una generación fabulosa del fútbol chileno, comandada por jugadores descarados como Alexis,
que ejecutó a lo Panenka el penalti que decidió la final. Antes habían
fallado Banega e Higuaín, imagen triste de una Argentina que ve aumentar
su crisis sin ganar títulos más allá de los 22 años actuales.
El partido, antes de eso, no defraudó ni a quien se esperaba un correcalles. Chile salió igual que siempre, presionando la salida de balón argentina con disciplina militar,
clavándose sus jugadores en la defensa albiceleste cada vez que
Valdivia levantaba la cabeza y oteaba el horizonte. Eran flechas. Con el
nivel de compromiso que ha encontrado Sampaoli en este grupo de
jugadores, con el apoyo sentimental que tuvo desde la grada y en general
de todo el país, su propuesta ha resultado una revolución en el torneo
y en general en el fútbol mundial, pues ha conseguido hacer de una
selección como Chile un conjunto capaz de mirar a los ojos y de desafiar
a cualquiera que tenga enfrente, se llame como se llame.
El fútbol tan resultadista y conservador que muchas veces invade
Sudamérica y Europa necesitaba una aparición como la suya. En ese
contexto quien puso más mientras le aguantó el cuerpo fue Valdivia, que contagió a Alexis y Vidal para que le ofrecieran desmarques que hicieran buenos su talentos. Valdivia es un jugador de grandes momentos.
No se le puede pedir una temporada constante, pero sí una Copa América
exquisita. Así ha sido. De una ecuación suya llegó la primera
oportunidad de Vidal, que remachó en semifallo, y también otra más clara
de Vargas que se fue a las nubes.
Chile no atacaba con continuidad, sino que avasallaba en oleadas, lo
que hacía de Argentina un equipo únicamente reconocible entre tsunami y
tsunami. A Messi se le presentaba el campo casi siempre abierto cada vez
que recibía, pero las coberturas de Marcelo Díaz y Medel, muchas veces al límite del reglamento, cortaron sus intenciones. Sólo Agüero en un remate de cabeza a balón parado pudo adelantar a Argentina antes de que Di María cayese lesionado y cortocircuitase un ataque coral que empezaba a crecer en el partido con él, Agüero y Messi. Su sutituto, Lavezzi, asomó con peligro en el área al borde del descanso, pero se topó con los puños de Bravo.
A Chile lo que más le preocupaba era su depósito de gasolina. Si lo
mantenía medianamente lleno y podía pisar el acelerador como hasta
entonces el partido iba a ser igual de incómodo para Argentina que lo
estaba siendo. No había salida limpia para los de Martino
a la hora de superar cada línea, con el desgaste futbolístico y casi
emocional que eso suponía. De Messi se colgaban como murciélagos dos y
hasta tres chilenos, impidiendo que lo que imaginaba tomara forma.
Además, cada sacudida chilena continuó siendo un terremoto,
especialmente en la autopista en la que Isla convirtió su banda y que
Rojo no pudo gestionar.
Alexis tuvo la final en sus botas en un escorzo cruzado y sobre todo
Higuaín en el último instante en una contra llevada por Messi y Lavezzi y
que él falló a puerta vacía. Increíble la ineficacia del Pipa en
partidos de gran envergadura. Hubiera sido injusto resolver de tan
trágica manera un partido que sólo la prórroga y los penaltis pudieron
descifrar. El desgaste comenzó a asomar y los nervios, también.
Mascherano falló en un despeje y Alexis se plantó solo ante Romero,
pero su tiró se fue alto. Nada fue capaz de hacer cambiar el resultado
salvo los penaltis, esa suerte maldita para unos y decisiva para otros,
esa tanda que convierte en villanos a jugadores sin ángel como Higuaín y Banega y consagra para siempre a otros con aura como Alexis Sánchez. Historia del fútbol chileno ya. Historia del fútbol sudamericano.
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